8.11.05

Quijotes

En un lugar de la meseta cordobesa, cuyo nombre figura en mi DNI, no ha tanto que vivía un hidalgo de los de pala en astillero y perro flaco. Se llamaba Don Alfonso Toledano de Castro y estaba casado con la simpar Dolores Alcaide y Alcaide, cuya gracia procreadora parecía haberse parado con dos vástagos hasta la fecha que nos ocupa. Varón y hembra tenía la pareja, cuando, no se sabe bien porqué, llegaron noticias de un nuevo embarazo por parte de la madre.
Aunque no había medios de averiguar lo que venía en camino, ella pensaba que o bien traía un pulpo o bien eran dos niños. Y digo niños porque eso era lo que hubiera hecho feliz a todo el mundo. Pero quiso el destino y los genes que viniera de cabeza una niña llorona y dominanta, como su padre acostumbraría a llamarla durante casi toda su vida, seguida 7 minutos más tarde de un niño tranquilo y comilón.
Ya en los comienzos se vio una clara diferencia de trato hacia uno y otro, cuando después de aguantar estoicamente los dolores del parto en el comedor de la hacienda, y sin haber hecho intento alguno de entrar en la alcoba donde se desarrollaba la función, el padre se dio por satisfecho desde una silla de la noticia del nacimiento de su nueva hija. No fue así cuando después del segundo parto le dijeron que era un niño. Henchido de emoción y con lágrimas en los ojos, salió corriendo para cortar el cordón que todavía le unía a la madre.
La cronista, aunque parte implícita en el relato, no sabía de este acontecimiento hasta que cumplió los 32 años, aunque su memoria cognitiva se lo ha estado recordando toda su vida.

Todo esto se podría resumir en una frase lapidaria:
-"A este sí que le pongo mi nombre".

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